Esta mañana vine a la plaza con un libro. La lectura es uno de los pocos hábitos que repito con alegría. Otros son automatismos: caminar por las calles, tomar agua, dormir, preparar un sandwich en casa para comerlo en la oficina.
Leer es un placer. Cuando me aburren las páginas, las cierro y vuelvo en otro momento o día. Si se repite el hastío, no reincido. No tengo necesidad ni ellos de mí. Hay libros para uno, otros que no.
Leo en papel. Nunca en tableta, menos en teléfono. Soy lector antiguo, de papel y tinta. Es un gusto caro ya, si queremos comprar libros. Es una gran desventaja, pero no me acostumbro, ni quiero cambiar a la pantalla. Varios compañeros más jóvenes o contemporáneos me insisten en las pantallas y la descarga gratuita de libros. Sí, está bien, no lo niego, pueden ser muchas ventajas, pero no quiero dejar los libros que tienen peso, olor y se maltratan con el uso, sobre los que podemos escribir y otras cositas. También tienen sus ventajas, pero no estoy en concurso de virtudes de la lectura en un dispositivo o en texto.
Ahora leo el libro de Augusto Roa Bastos, Yo el supremo. Me tiene deslumbrado el ritmo y uso del lenguaje. Confieso que hay palabras que no entiendo, pero no siempre puedes ir al diccionario, por ejemplo, si estás en la banca de una plaza y no tienes uno a la mano. Como ahora.