Desperté con una sensación extraña. Me pasa a veces, pocas. Esta vez la peculiaridad viene del olfato. Es como si estuviera estrenando un nuevo órgano. Descubro olores que habitualmente no distingo. Por ejemplo, el polvo que viaja con el viento en las mañanas tiene una fetidez que taladra. Las hojas y frutas del naranjo a pocos metros me regalan el olor cítrico que disfruto siempre. El agua con la cual riegan temprano los árboles de la plaza despierta la fragancia de la tierra mojada con los primeros rayos del sol.
Un perro que pasa frente a mí, de la mano de su amo, me obliga a mirarlos con desagrado, al canino y al dueño, como que no se bañaron en mucho tiempo. El aroma del café cuando abro el termo para darle un trago me deleita. Lo llevo lento a la boca y disfruto antes y después de beberlo.
Más olores vienen y van. Agradables y no. El pan del hombre que lo transporta en la cabeza malabareando el canasto. El humo de los vehículos que pasan a muchos metros. Los botes rebosantes de basura a treinta metros de mi banca.
Con esta estrenada función olfativa me temo que la jornada en la oficina será desagradable: trapeadores mal lavados, agua sucia en los baños, orina en el piso, humedad en el papel, los mil humores de los compañeros y sus comidas.
¿Prefiero regresar a mi vieja nariz o presumir esta nueva? Creo que la desatornillaré y volveré a la anterior.