Los primeros partidos de fútbol que recuerdo los escuché al lado de mi padre en un radio viejo, que nos traía las ondas sonoras desde el estadio Jalisco cuando había partidos de las Chivas. Por contagio, me alegraba cuando él ganaba, y me entristecía por partida doble cuando perdía: porque caía nuestro equipo y porque él sufría, aunque tratara de minimizarlo. Los pesares fueron más, como sabrán los enterados, hasta la fecha.

Ahora vuelvo a la radio con alguna frecuencia para escuchar fútbol. Porque me faltan los canales para ver algunos partidos de Europa, porque estoy en la oficina cuando se juegan al mediodía y porque no me da la gana, ni necesito, contratar unas y otras plataformas para ver esta o aquella liga. Además, redescubrí la magia de la radio, de que te imagines la jugada con la voz de los narradores, que te pueden inventar tiros cercanos o jugadas maravillosas, o contarte el partido más entretenido cuando el aburrimiento duerme a los aficionados del estadio.

Pero tengo que advertir que no soy fanático. Nunca lo fui, menos ahora. De los equipos del país no veo casi ninguno en la semana, y si empiezo, seguro que me duermo o enfado. Pero la magia y la memoria se conservan, aunque las canchas mexicanas sean un páramo y yo, como Eduardo Galeano, un pordiosero del buen fútbol.