Es lunes. Llego a la banca arrastrando los pies. Me pesó despertar. Me costó moverme por la casa, preparar el desayuno y el café. Aquí estoy ya en la plaza, con cara desencajada y ánimo subterráneo.
El fin de semana padecí un resfriado y para combatirlo, con tonta valentía, el domingo trabajé en tareas domésticas con resultado inverso. No mejoré y me agoté. Para colmo, esta mañana me llegan noticias de la muerte de un amigo a quien conocí poco, encontré algunas veces pero tuve en gran aprecio. De esa gente que te cae bien a la primera, discreto, de hablar pausado, sin estridencias, inteligente. Será un lunes largo, triste y dolorido.
Me siento en el extremo contrario al habitual para dejar pasar los minutos antes de irme a la oficina. Caigo en la cuenta después y no sé por qué. Quizá no quiero contagiar mi mala salud y peor ánimo a la banca. La espera también será impaciente. No atiendo a las señoras de la misa, a la peregrinación de estudiantes y mamás, ni al panadero, a las mascotas y sus dueños, a los pájaros y sus cantos y juegos. Me siento como un pepino abandonado en el refrigerador tres meses, seco, a punto de deshacerse.
Quiero ser más invisible que nunca, tan ordinario como siempre.