La inminencia de las vacaciones por Semana Santa y Pascua me tienen de ánimo oscilante. En casa tengo tareas pendientes, y me gusta estar en ella. Descanso lo suficiente, disfruto cada rincón y adecento lo que olvido en la rutina. Pero también me gusta el trajín, un poco de roce humano (poco, la verdad) y, sobre todo, mis mañanas en el banco de la plaza, este mirador fantástico desde el cual cada día descubro algo nuevo, observando las calles, sus paisajes, sus jardines, la gente, o en el interior, con las reflexiones que se desatan solitarias o alentadas por el loco de la plaza. Digo loco, por usar una expresión gastada, pero de loco tiene menos que una buena dosis de sabiduría.
Hace mucho tiempo que descubrí las debilidades de mi organismo en vacaciones. Me sucedió varias veces, sin percatarme, hasta que lo comprendí: si el primer día de vacaciones, el segundo o el tercero me desconectaba del todo y me dormía en el tren del ocio, las defensas de mi cuerpo se retiraban y sufría un malestar, mañana otro y otro. Así, las vacaciones se me iban tratando de recuperar la salud. Como si mi cuerpo fuera una máquina que debe apagarse poco a poco, al contrario de los refrigeradores, que deben usarse de con paciencia también luego del traslado.
Estas vacaciones no sé lo que haré, pero sí sé que me olvidaré por un par de semanas de la plaza y la banca. Quizá, cuando vuelva, encuentre nuevas razones para sorprenderme de las pequeñas cosas que depara la vida cotidiana en su maravilla e insignificancia.