Llego a la banca temprano, más que de costumbre. Una sonrisa me reflejó el espejo al despertar y el indicador del ánimo fue a tope. La razón es simple: dormí como bebé, luego de una noche moderada de copas y la borrachera de sonrisas con el grupo mensual de los viernes en nuestro bar. Estuvimos todos puntuales, virtud no menor. Pusimos reglas para la convivencia y cumplimos: prohibido hablar de política y políticos en campaña, de fútbol y enfermedades o muertos conocidos. Teníamos ganas de estar y pasarlo bien luego de dos encuentros pospuestos por circunstancias involuntarias.
La velada fue un festival de carcajadas que más de una vez despertaron las miradas de otros contertulios del lugar. Fueron respetuosos en todo momento, el dueño y barman incluido, y sólo una parejita acurrucada en el fondo nos miraba con mezcla de frustración y curiosidad.
Desfilaron algunos de los temas de siempre: las anécdotas escolares, varias repetidas aunque reinventadas, que milagrosamente jalaba otras escondidas entre los recuerdos de alguno; los amigos comunes de los que tenemos noticias; y entre las novedades que parecen instalarse en nuestras sesiones, las recomendaciones de series en televisión o películas. En este punto aporto nada y sí fastidio, pues no tengo empacho en reconocer que casi no enciendo el televisor y que me sobran dedos en las manos para contar las series que vi completas.
Algunos de mis amigos siguen pensando que mi rareza se agudiza con los años y hasta me pronostican una vejez huraña, cosa que me inmuta tanto como el calor o la fauna en el Bolsón de Mapimí. Saben, a cambio, que nunca hablo mal de ninguno de ellos, o sus familias; que cuando me han solicitado apoyo, estuve, y cuando estoy enfadado, no rehuyo y lo canto de frente. Más o menos esas son las formas de todos nosotros, y eso explica la amistad prolongada que nos fraterniza.
Llegada la hora de la despedida, un momento de tristeza nos invadió. Larios nos abrazó, a pesar de ser naturalmente frío, y nos confesó que le habían detectado un cáncer temprano, si cabe aplicar el adjetivo. El pronóstico es positivo y su alegría inocultable, aunque asegura que en los primeros días la depresión, el miedo y las lágrimas lo acompañaron en todo momento. El apoyo de sus hijas y la solidaridad de su mujer lo sacaron del hoyo y nos pidió vernos pronto, con las mismas reglas de siempre, para que la sonrisa sea la única cara a la vista. Después del nudo colectivo en la garganta, juramos vernos a la brevedad.
La enfermedad y la muerte casi nunca son opcionales. La sonrisa siempre, y por eso, mejor despertarse con ella tatuada y agradecer el privilegio de una nueva mañana y del tanque lleno del combustible vital.