El primero y el tercer domingo de cada mes hablo con mi hija. Ella me llama cuando lo decide, siempre antes de la comida. No hay una hora fija, sólo el acuerdo de que hablemos. Habitualmente me encuentra en casa. Hoy su llamada llegó temprano, todavía estaba en la plaza.
Ella no vive conmigo, ni en la ciudad que habito. Hace un par de años se fue después de terminar la carrera. Quería explorar opciones laborales y tuvo buena suerte. Vive sin dependencia económica ya, tiene su autito y va formando su historia profesional con fortuna, creo. Eso deduzco de nuestras conversaciones y de las fotos que a veces me comparte por whatsapp.
Me pregunta siempre cómo estoy, le cuento poco. Prefiero escucharla. Ahora está emocionada con sus proyectos. Busca opciones fuera del país. Me alegra mucho por ella. Me entristece al mismo tiempo. Si ahora la veo poco, sólo en vacaciones de diciembre y durante una semana en verano, cuando se vaya, probablemente sea más escasa la convivencia personal.
Pero no me atrevo siquiera a decirle lo que pienso, ni cuando me lo pregunta. Tratamos de educarla para ello, para ensanchar su vida, caminando sus propios senderos. Nunca para estar juntos. Es mucho más independiente de mí, que yo de ella, de sus llamadas quincenales.
Es verdad, podría pedirle que habláramos con más frecuencia. Lo haríamos con gusto, pero ella quizá se quedaría con un pedacito de la tristeza que transmitan mis despedidas; yo, como ahora, con un montón de recuerdos que hacen más duras las tardes de domingo.