–¿Tienes mala pinta? –me dijo sin saludarme.
Lo miré sorprendido. Estaba frente a mí. No lo esperaba y menos con esa pregunta inicial. La sentí acusatoria, quizá porque me descubría.
–¿Dormiste mal, tienes problemas? –volvió a la carga, con tono amistoso.
–Dormí mal; problemas, los habituales, entonces, diría que no. El calor fue sofocante y el ventilador no bastó. Estoy cansado.
–Malo. Dormir mal es uno de los síntomas de la sociedad actual, tan acelerada e tecnologizada, hiperestimulada, pero incapaz de controlarse a sí misma para esa actividad elemental del descanso.
–Sí, así parece. Y si lo dices tú, se acerca a lo cierto.
–Llegarán las lluvias pronto y podremos dormir mejor –su tono ya era empático, casi compasivo. Con el tono me reconfortó y olvidé la mala onda inicial de su llegada.
Sonreí amistoso y lo invité a sentarse al lado.
–¡Qué amable! Pensé que nunca lo dirías.
–Nunca lo tengo que decir, ni tu esperar. No lo haces. Llegas y te sientas. Hoy no sé por qué esperabas.
–Te vi erizado de ánimos, así que no me arriesgué a provocarte.
–Te voy a contar algo más. Creo que a la mala noche sumé una nota que me brincó al abrir la computadora esta mañana mientras preparaba el café. Era una noticia en forma de pregunta: “¿Sabes cuánto costó la bolsa que le regaló Nodal a Angela?”.
–No tengo idea, ni del costo ni de los personajes –me dijo socarrón, con los ojos pelados.
–¡Ya lo sé! Te estoy contando lo que me apareció y me puso de peor ánimo. ¿Por qué tendría que interesarme la vida de Angela, Nodal y la bolsa que le regalaron?
–Porque vives en esta sociedad de la banalidad y la estupidez –disparó veloz la respuesta.
Moví la cabeza sin ton ni son. Lo observé a la cara y su mirada era paciente, profunda.
–¿Y por cierto, cuánto costó? –me dijo, soltando la carcajada más estruendosa en esta plaza solitaria.
Reímos ambos y sin decirnos una palabra nos despedimos. Esta vez él se quedó en la banca y yo emprendí la caminata a la oficina.
–Oye –gritó–, olvidaste tu café.