Leía absorto un libro de Alessandro Baricco cuando se paró frente a mí, tapándome el sol tibio de la mañana fresca.
–No me robes el sol, por favor –le pedí amistoso pero enérgico.
–Jajajaja. ¿Qué lees, Diógenes?
–Baricco, Alessandro Baricco –respondí. Se sentó a mi lado y me pidió el libro para leer la contratapa–. ¿Lo conoces?
–El libro no, el autor sí. He leído un par de libros suyos, hace tiempo, cuando eran menos caros y podía comprarlos. Ahora ya no puedo, en esta ciudad no tenemos una librería respetable y no soy de comprar por internet. Nunca lo he hecho, ni lo haré, hasta que sea imposible sobrevivir oliendo y tocando lo que compraré antes de pagarlo.
–Soy menos radical, pero jugamos en el mismo partido.
–Partida la de ayer, eh –giró el tema, aunque no entendí a dónde iba.
–No entiendo.
–Las elecciones, las elecciones de ayer, la nueva presidenta y el desastre en que quedaron convertidos los partidos opositores.
–Ah, sí. Es verdad. Era más o menos esperable. No una paliza así, pero algo cercano.
–Sí, era previsible. Como parece que ocurrirá en Estados Unidos con la vuelta de Trump a la presidencia.
–¿Crees? ¿De verdad lo crees?
–Hoy sí, en estos días así lo creo. Puede cambiar. No por Biden, que es un pasmado, sino por los errores o nuevos escándalos del hombre naranja.
–Nos quedó pendiente una conversación sobre las elecciones antes de ayer.
–No nos perdimos de nada. Nuestra democracia es bastante predecible, quiero decir, con márgenes muy altos de predecibilidad. Somos como Venezuela, Rusia o Cuba.
Lo miré sorprendido. Extrañado. Es un hombre de ideas radicales, osado, pero esta vez me rebasó por la izquierda.
–¿Estás seguro de lo que dices? ¿Nos estás comparando con países de democracias singulares?
–¿Es una herejía? ¿Acaso en esos países las elecciones no están decididas desde cuando se anuncian? Son meros protocolos para cumplir las leyes, que incluso pueden ajustarse cuando sea preciso. No son los únicos. Pasaba lo mismo con la Alemania de Angela Merkel o la Inglaterra de Tatcher.
–O el México del PRI.
–Exacto.
–No me gusta tu razonamiento.
–No tiene que gustarte. Sería muy aburrido estar de acuerdo en todo. Es la divergencia, la discusión, incluso, la que nos permite poner a juicio nuestra capacidad de raciocinio. A mí tampoco me gusta la realidad que observo, pero no tengo interés alguno en tratar de cambiarla. La comprendo, lo mejor que puedo, y trato simplemente de que no me cambie en aquello que para mí es irrenunciable.
–¿Por ejemplo? –le pregunté sincero.
–Por ejemplo, no voy a perder el tiempo como un idiota mirando el celular cada cinco minutos. No voy a tener un teléfono para hundirme en su pantallita y pasarme las horas del día, matando el tiempo, que es la vida.
–Pues sí. Eres contundente.
–Sensato, nada más. Es hora de que te vayas. Te quedan pocos minutos para tu checada.
Me guiñó un ojo, se levantó y sin percatarme cómo, se llevó mi libro de Baricco.